Hace unos meses escribí este relato para un concurso de temática marinera y límite de 1.000 palabras. Se trata de una reinterpretación del cuento tradicional japonés de Urashima Tarō y, a decir verdad, pocas veces me he divertido tanto retorciendo una historia. El relato generó opiniones muy polarizadas. Lo que, para qué nos vamos a engañar, me encanta. Supongo que es una de esas cosas que amas u odias, así, sin término medio. Para mi sorpresa, el relato consiguió colarse entre los finalistas gracias a un montón de votos de gente maja que, asumo, debe de estar tan mal de la cabeza como el que escribe.
Una de las cuestiones más señaladas fue la ambigüedad del relato. Ambigüedad que yo busqué conscientemente, a sabiendas de que ello me granjearía no pocas críticas. Tanto la concatenación de sucesos como el final son deliberadamente confusos. No quería darlo todo mascado. Quería avivar la especulación, que el lector cogiese las piezas y montase el puzzle que le diera la gana. Me divertí mucho leyendo las distintas teorías que fueron surgiendo durante el concurso y, aunque me gustaría, no voy a entrar ahora en todo el simbolismo que integré en la narrativa (para ello habría que hablar largo y tendido sobre la historia de Japón y no creo que sea el momento ni el lugar).